El primer silencio era una calma hueca y resonante, constituida por las cosas que faltaban. Si hubiera habido caballos en los establos, estos habrían piafado y mascado y lo habrían hecho pedazos. Si hubiera habido gente en la posada, aunque solo fuera un puñado de huéspedes que pasaran allí la noche, su agitada respiración y sus ronquidos habrían derretido el silencio como una cálida brisa primaveral. Si hubiera habido música... pero no, claro que no había música. De hecho, no había ninguna de esas cosas, y por eso persistía el silencio.

El tercer silencio no era fácil reconocerlo. Si pasabas una hora escuchando, quizá empezaras a notarlo en las gruesas paredes de piedra de la vacía taberna y en el metal, gris y mate, de la espada que colgaba detrás de la barra. Estaba en la débil luz de la vela que alumbraba una habitación del piso de arriba con sombras danzarinas. Estaba en el desorden de unas hojas arrugadas que se habían quedado encima de un escritorio. Y estaba en las manos del hombre allí sentado, ignorando deliberadamente las hojas que había escrito y que había tirado mucho tiempo atrás.
Los ojos del hombre eran oscuros y distantes, y se movía con la sutil certeza de quienes saben muchas cosas.
La posada era suya, y también era suyo el tercer silencio. Así debía ser, pues ese era el mayor de los tres silencios y envolvía a los otros dos. Era profundo y ancho como el final del otoño. Era grande y pesado como una gran roca alisada por la erosión de las aguas d un río. Era un sonido paciente e impasible como el de las flores cortadas; el silencio de un hombre que espera la muerte."
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